jueves, 22 de agosto de 2013

Alice Munro a través del espejo


con María José Eyras
publicado en Ñ el 5 de agosto de 2013


En una entrevista que concedió al New Yorker, la escritora canadiense Alice Munro dice: “durante años y años pensé que mis relatos sólo eran tentativas para escribir la Gran Novela, pero descubrí que lo mío eran las narraciones breves”. La circunstancia doméstica que la llevó a ajustar la extensión de sus escritos a la duración de las siestas de sus hijas no le impidió convertirse en una de las más grandes escritoras en lengua inglesa –autora de doce colecciones de cuentos y una novela–, varias veces candidata al Nobel.
       Mi vida querida, su último libro, reúne ficciones y piezas de corte autobiográfico, al estilo de las narraciones de La vista desde Castle Rock. Frente a esta nueva publicación, cabe preguntarse dónde radica la belleza que, a pesar de las vicisitudes de la traducción, emana de los textos de Munro. Sin ir más lejos, algo de la polisemia del título en inglés, “Dear life” se pierde en la  traslación a “Mi vida querida” del volumen en español, ya que en la expresión inglesa  subyace tanto la  interjección –equivalente quizá a nuestro “madre mía”, “Dios mío” u otras por el estilo – como una calificación amorosa de la vida y una referencia al lenguaje epistolar.
Desde el primer relato de esta colección, encontramos una escritura diferente a la que nos habían acostumbrado los últimos libros de Munro: menos fragmentaria, más lineal. Sin embargo, al avanzar en la lectura, se vislumbra que en esa linealidad la escritora no abandona su habitual interés por las búsquedas de la memoria. Al contrario, la voz que narra lo hace dando cuenta de la diversidad de tonos que construyen una identidad a través del paso de los años. Si antes había una escena originaria en torno a la cual giraban los tiempos de la historia, ahora la ficción avanza apoyada en una voz narrativa que es la misma y es otra,  una voz que se recorre en sus versiones.
       Los personajes de los cuentos de Mi vida querida tienen en común el hecho de estar extrañados de sí: arrastrados por las circunstancias o en busca de algo, por momentos encaminados hacia lo que aún no saben que buscan. ¿Huyen o van? ¿Los espera una vida nueva o un espejismo? Están perdidos, como Nancy en “A la vista del lago”; presos de una fascinación, como Greta en “Llegar a Japón”, de la culpa, como la niña de “Grava” o encadenados al  hechizo de los propios supuestos, como  la esposa protagonista de “Dolly”.
       En “Amundsen”-el favorito de la autora, –“probablemente porque fue el que más trabajo me dio”– , “Irse de Maverley” y “Tren”,  Munro narra cómo algunas mujeres se atreven a transgredir mandatos de su educación aunque las consecuencias las atraviesen dolorosamente. Se trata de “historias pequeñas” en las que la desorientación, la pérdida, pero también la oportunidad y la esperanza llegan al lector no en las vicisitudes extraordinarias del argumento sino a través de la precisión minuciosa con que la autora sabe iluminar los detalles.
       El índice del libro se estructura en dos partes: diez cuentos en la primera y cuatro relatos  en la segunda, titulada “Finale”. Estos últimos –en palabras de la autora “menos que cuentos” y “pura verdad”– son piezas en torno a episodios de su infancia que retratan el pueblo en el que vivió de niña con sus valores y sus prejuicios. Aparecen en ellos las obsesiones del primer encuentro con la muerte
(“El ojo”), los sentimientos encontrados hacia una hermana (“Noche”) y también el recuerdo de su madre, que cobra en estas páginas nacidas de la memoria una dimensión especial. “Mi madre –dice en la entrevista del New Yorker- sigue siendo una figura fundamental para mí, porque su vida fue tan triste e injusta, y ella tan valiente...”
       Al reunir por primera vez en el mismo libro ficciones que podríamos llamar “puras” y textos de corte autobiográfico, operación sin precedentes en su obra, quizá Munro intenta dar una señal de cierre. En todo caso, la convivencia  da cuenta de los difusos límites entre los géneros y las fuentes en la escritura. ¿Qué es imaginación y qué experiencia y cómo  se funden en el crisol de la memoria?  En “Vida querida” , el último de los relatos de “Finale”, dice de uno de los personajes: “Roly Grain se llamaba, y no tiene ningún otro papel en lo que ahora escribo, a pesar de su nombre de ogro, porque esto no es un cuento, tan solo es la vida.
       Estas historias de quien es considerada la Chéjov canadiense parecen demostrar que los hechos no bastan, que no significan sino en el relato del tiempo vivido. Los recuerdos, en estas ficciones, no sólo se concentran en hechos significativos –un episodio revelador – sino que “apilan” las distintas versiones que de ellos guarda la memoria. Versiones múltiples de los mismos sucesos, que a veces se desplazan y en ocasiones conviven, aún en la contradicción. Como si en la escritura, Alice Munro quisiera conservar a cuantas fue a lo largo de su vida, a esa diversidad de miradas en el devenir del tiempo que es la identidad misma.
Tal vez sea esta una de las claves gracias a las que la autora logra crear climas y unidades de sentido en unas pocas páginas; y que cada relato, tanto si  se nutre de  los recuerdos de un personaje como de los propios, recorra lo que podríamos llamar siglos psíquicos. De alguna manera, el resultado que se presenta al lector traduce en intensidad las intenciones de Munro en aquella entrevista citada al principio. Intención moldeada por la vida, la de escribir la Gran Novela, que se nos ofrece hoy, una vez más, en forma de una original colección de cuentos.

miércoles, 24 de abril de 2013

De vez en cuando



2001

-¿Por qué no nos quedamos un ratito en doble fila a ver si sale, Moni?
Mónica y yo acabábamos de ver su recital en el teatro. Eran las doce de la noche y al fin Corrientes se despejaba.
Media hora después, la idea parecía un sinsentido.
-¿Y si vamos a comer algo?- Mi amiga flaqueaba.
-¿No habrá salido ya por otra puerta?
A las doce cincuenta hay movimiento en la vereda del Gran Rex: manos en alto, flashes; el perfil del pianista que se aleja caminando y, ahora sí, el auto oscuro que avanza hacia nosotras con él allí, del lado del acompañante.
Como siempre que ocurre algo importante respondo con el gesto más estúpido. Esta vez bajo del 147 de Mónica. ¿A qué? A decirle adiós con las dos manos en alto desde el medio de la calle. Patético.
Mónica me sacude a gritos implacables.
-¡VOLVÉ AL AUTO, CECI!! VOLVÉ QUE LO SEGUIMOS!!
¿Seguirlo?
Claro, si es lo que venimos haciendo desde los veinte. ¿O no hace más de veinte años ya que lo seguimos? ¡Más! Desde aquellos carnavales del ’70 en el Estudiantil Porteño de Ramos Mejía. ¿Y después, durante las interminables horas de cola y discusiones con los revendedores en la prehistoria de las ventas telefónicas? ¿Y aquel día entero en la plaza del Congreso? ¿Y cuando mi primer viaje Barcelona? La charla con su vecina; la decisión de tocar el timbre de su casa; la desilusión porque él no estaba. (Su empleada me dio un papel con el teléfono del estudio, llámelo, dijo. Tomé el papel, pero no podía dejar de mirar al perro –había salido con ella- el perro de él).
Mónica encendió los motores. Salté a su lado e inmediatamente comprendí cuál era mi parte en la aventura. Clavé los ojos en las luces traseras del auto oscuro. Sin embargo, ¡ay! mortales vehículos rodeaban al carro divino.
-Cuál es, Ceci, ¿cuál es? ¿Dobló a la izquierda por San Martín?
Aposté:
-No! Seguí derecho por Corrientes!
-¡Que la onda verde no se corte! - invocó mi amiga.
-¡Se nos escapa. Es muy veloz!
-Nosotras también.
La incertidumbre duró un momento hasta que, a la altura de 25 de Mayo el semáforo se encendió de un rojo, cómo explicarlo, profundo, apasionado. Comprendimos la situación con un alarido; dos, al unísono.
Ante la línea del paso de peatones había un solo auto detenido. Nadie más sobre Corrientes. ¿Habría acertado mi intuición? ¿O querría el destino que el único auto que importaba en el mundo aquella noche hubiera girado por San Martín?
-¡Por aquí, Mony! ¡Del lado del acompañante!
La velocidad del 147 era la normal de cualquier automóvil que se detiene ante un semáforo, pero el recuerdo lo guardará para siempre en cámara lenta. Nuestras espaldas se separaron de los asientos adelantándose impacientes, cada vez más cerca de ese brazo peludito de señor que descansaba sobre el borde de la ventanilla baja. Unos centímetros más aún y, al fin: los ojos de él encontrándose con los nuestros. ¡ÉL! Sonriéndonos. Como si supiera, como si nos reconociera.
Lo demás, gritos y risas:
-¡Nanoo! Hoolaa!
-¡Hola!
¡Serrat nos decía “hola” a nosotras!
Y nosotras:
-¡Moni, es él!
-¡Ceci, es él!
Sólo pude sonreír a su sonrisa y mirarlo. ¡Ahí, al lado!
Mónica, en cambio, era capaz de articular palabras con sentido:
-¡Qué cara de cansado tenés! -le dijo. Justo ella, que se había hartado de repetir que no sabría qué hacer si alguna vez llegaba a tenerlo enfrente.
-¡Gracias por salir tantas veces!- agregó. Creo que se refería a la cantidad de bises.
 Y entonces, ¡oh dioses!... él extendió su mano hacia nosotras. Moni hacia él y después yo, balbuceando como una idiota: “yo también”, “yo también”.
¿Y ahora qué?, pensé. ¿Le cuento que fui a su casa y él no estaba? Que conocí a su perro, que su vecina dice que lo aprecia tanto, que es tan buena gente. No, para qué.
Miradas y sonrisas. La vida besándonos en la boca. Y el cómplice semáforo, quietito ahí, como si fuera eterno.
-¡Cuánto dura éste rojo, qué maravilla! – le dije a Moni por lo bajo.
Y ella, una vez más, a él:
-¿Ves cuánto dura este semáforo, Nano? Lo programamos nosotras, especialmente.
Más risas.
Hasta que llegó el verde.
Las manos se dijeron adiós, y el auto oscuro partió.

Nosotras demoramos todavía unos segundos: para andarlo de puntillas y no romper el hechizo.

viernes, 28 de diciembre de 2012

Bomberos



2012

Un día por fin mi abuelo consiguió un trabajo fijo. Habían pasado más de veinte años desde que llegaron de España recién casados, él y mi abuela, cuando lo nombraron cuartelero del Destacamento de Bomberos de Ramos Mejía.
Le gustaba contarme historias de ese tiempo. El momento decisivo del relato llegaba en los segundos cruciales entre los que mi abuelo recibía el aviso de incendio, colgaba el teléfono y hacía sonar la alarma.
Llevaba ya mucho tiempo jubilado cuando se incendió un depósito de pinturas en el fondo de la ferretería del barrio. Mi abuelo estaba muy mayor, pero recuperó el apuro y llegó a la ferretería al mismo tiempo que los bomberos. Corrí detrás de él, por si acaso.
Sólo el oficial lo reconoció. Los demás eran muy jóvenes.
Después de sacarlo varias veces del borde de las llamas e insistir para que permaneciera al otro lado del vallado, el oficial comprendió -o recordó- que era inútil contradecirlo y le encargó que sostuviera un tramo de manguera. Con una mezcla de vergüenza y agradecimiento vi cuando le asignaba al más joven, la exclusiva tarea de vigilarlo.
Esa noche, el abuelo regresó a casa en autobomba. Feliz.
Tenía ochenta y tres años cuando comenzó con aquella costumbre de avisar: “todavía no”. Lo hacía a modo de despedida antes de dormir.
Una noche de julio se acostó sin avisar, y murió a la madrugada.
Al día siguiente llegaron al velorio cuatro bomberos con uniformes de gala. Saludaron, y pidieron permiso para despedirlo. Se ubicaron a ambos lados del cajón para dedicarle  venias, saludos y silencios sincronizados con precisión. Voces de mando que sólo ellos entendían. Se hubiera podido llevar la escena al cine como final de una epopeya.
Después, uno de los bomberos se acercó a mi abuela, sostuvo sus manos y le habló bajito al oído. Ella lo miraba sonriendo. Asintió con la cabeza dos veces.
Pequeñísima en su silla de ruedas, mi abuela sonreía con ternura a aquella despedida que él hubiera disfrutado tanto.

lunes, 29 de octubre de 2012

El otro mundo



2005


“…el espacio se mide por el tiempo y las navegaciones eran azarosas”
J. L. Borges


Ocho kilómetros antes de la entrada al pueblo, el camino de tierra tenía una última curva en ángulo casi recto hacia la izquierda.
A esa altura del viaje, la felicidad era un aleteo insoportable entre el estómago y la garganta. Faltaban apenas ocho kilómetros hasta la parada de ómnibus donde ya nos estarían esperando los taxis: cinco o seis carros de dos ruedas tirados por un caballo.


Bajábamos del micro cansados de viajar durante toda la noche, entumecidos, sucios de tierra. Nos acariciaba de repente el olor húmedo del mar que, desde allí, era apenas una cinta azul al final de la calle.
La vereda a nuestro alrededor se llenaba de valijas, bolsos, canastos. El sillón plegadizo de la tía, el colchón de la perrita de mi prima, el frasco de pesto que había que vigilar porque la tapa nunca cerraba bien.
Mi papá protestaba por la cantidad de bultos: “seguro que no van a usar ni la mitad de lo que traen”. Tío Mario acomodaba cuidadosamente el mediomundo y las cañas de pescar entre dos valijas.
Nos distribuíamos en varios taxis: tres o cuatro de nosotros y unas cuantas valijas en cada carro. Cuando le tocaba subir a tía Carmen le daba risa y perdía impulso. Había que sostenerla para evitar que  volviera a descender.
Por fin, los cascos de los caballos comenzaban a sonar sobre la única calle asfaltada: Francisco de las Carreras.
A los gritos nos señalábamos alguna casa nueva, un negocio que no existía el verano anterior. Las novedades, entonces, daban que pensar sólo en el progreso.
La casa estaba a mitad de cuadra de la calle Azopardo: un arenal que cada verano la municipalidad cubría con paja seca y resbaladiza para que se pudiera andar. El taxi igual nos dejaba en la esquina. Acarreábamos los bultos hasta el portón y después, por el camino de álamos, hasta el porche.
La puerta y las ventanas se abrían crujiendo y a medida que entraba la luz salía el olor húmedo del encierro. Un olor a comienzo. Ya estábamos allí y era el primero de los días.

Habíamos recorrido una enorme distancia: trescientos ochenta kilómetros. Toda una noche de viaje.
Era tan lejos, que las cartas tardaban seis días en llegar, había que esperar hasta la tarde para recibir el diario, y en la telefónica encontrábamos siempre el mismo cartel: HAY DEMORA. Cinco, seis, siete horas.
Estábamos tan lejos, que sólo podíamos escuchar radios uruguayas y, en las noches claras, también el Festival de San Remo. (Entonces yo creía que directamente desde Italia).
Quizás también a causa de la distancia, algunos acontecimientos sucedían exactamente al revés que en Buenos Aires. Los cortes de luz, por ejemplo, eran un acontecimiento, una fiesta. En cuanto anochecía jugábamos una escondida entre todos. Valía dentro de la casa, en el jardín -hasta la cerca-, y en el patio de atrás, pero sin saltar la medianera.
Al cine también íbamos todos juntos. Si llovía, en vez de paraguas, usábamos la sombrilla, que era enorme.
Nos gustaba ir a la función de las diez y llevarnos la cena: bocadillos de coliflor, pescadito frito, buñuelos de acelga. Racimos de uva.

Estábamos tan lejos que si querían encontrarnos tenían que recurrir a la policía.
Recuerdo que un verano mis primas y yo volvíamos de la playa a la hora del almuerzo y encontramos un oficial de policía en el comedor de casa. Había venido a traer un telegrama. Mis padres y mis tíos –apenados- contaban los días que habían pasado desde la fecha escrita en el papel.
Le sirvieron algo fresco al oficial y llegaron a una misma conclusión: ya había pasado todo; también el entierro.
-“No vale la pena regresar”, dijo mi padre.
Y nos quedamos.



miércoles, 19 de septiembre de 2012

El Gallo Azul



2005


Es el bar de tapas más elegante de Jerez de la Frontera. Tiene forma de U, igual que la esquina en la que está ubicado: el vértice estrecho en que se cruzan dos diagonales.
La barra de madera reproduce el trazado del bar y lo divide en dos. De un lado -cercados por la barra- trajinan los mozos, siempre a punto de llevarse por delante unos con otros. Del otro se amontonan los parroquianos de pie o trepados a sillas altas. Conversan, mientras van dando cuenta de cañas, vinos, bocadillos y raciones que apoyan junto a uno de sus codos, en el borde de la barra. Ese borde, apenas veinte o veinticinco centímetros, es el único espacio que deja libre el exhibidor vidriado en el que se ofrece en pequeños platos, una gran variedad de tapas frías: boquerones en aceite de oliva, anchoas con aliño de salsa verde, gambas, alcachofas…
Uno va pidiendo sus bocadillos y deja correr el tiempo.
Al fondo del local, no más de dos metros detrás de la barra, hay un muro de ladrillos que oculta la cocina. Ese muro tiene una pequeña ventana apaisada, un pasaplatos; demasiado bajo. Por allí van saliendo las tapas calientes que los mozos reciben doblándose en ángulo recto y que reclaman a gritos cuando demoran más de la cuenta.
En El Gallo Azul la actividad es vertiginosa. Los mozos recogen las tapas calientes que salen de la cocina, sirven las tapas frías directamente del exhibidor de la barra, las reponen, descorchan botellas y llenan una y otra vez las pequeñas copas. Con cada jerez o cada caña sale también un cuenco de olivas del tamaño del cucharón de madera con el que las recogen de un tonel. Llevan la cuenta de cada pedido en un anotador: al final arrancan la hoja y se la lanzan al cajero que sumará el total. Van y vienen incomodándose por la falta de espacio. Gritan el pedido todos a la vez; y lo hace cada uno, aún cuando sea él mismo quien deba prepararlo. De modo que aquello es un enredo. Una deliciosa confusión.
¡Lo de siempre para José! ¡Dos de gambas y una de pimientos rellenos para la cinco! ¡Los chocos fritos para hoy, joder!! ¡Un oloroso para la rubia más guapa y un fino para su hermana! (La rubia es mi hija y su hermana, yo). Doble ración de Jabugo para la cinco… ¡ah! y una de boquerones. ¿Qué le pongo, amigo; se ha decidio usté por fin? ¡Paco!! ¿Te han pagao a tí los de la cinco? ¡Cómo que no! ¡La madre que los parió, se han ido!
Uno podría pasar horas allí probando tapas y disfrutando de los comentarios, las bromas, la conversación.
Nosotras hubiéramos seguido allí completamente olvidadas del tiempo que pasa. Sin embargo, a la hora de cerrar, en El Gallo Azul son implacables:
- ¡Venga señoras, que vamos a cerrar! A ver, ¿a qué hora se levanta usté mañana?
- ¿Yo? A las nueve.
- Pues yo a las seis así que ya vé: cuando usté despierta, yo llevo ya tres horas.
Los pocos que aún quedaban allí se enredaron en una nueva conversación acerca de la desgracia de levantarse temprano. Nuestro mozo, el que amanecía a las seis, mascullaba que la culpa de todo la tenía su padre: el muy cabrón, ya que me iba a traer al mundo, me hubiera traío rico.
Entonces, conciente de su trágico destino de andaluz, nos recomendó:
- Pueden ustedes seguirla en cualquier sitio de los que aún deben quedar abiertos: la gasolinera, el hospital. Lo más seguro: alguna funeraria.


jueves, 30 de agosto de 2012

Mi Carlos


2012


  
La luz es la de una tarde de verano. La calle Paraguay ya tiene asfalto. Al frente de la casa hay un muro bajo descascarado; lo interrumpe una pequeña puerta de alambre artístico siempre abierta sobre el camino que lleva hacia la casa. Del lado izquierdo del camino hay un jardín de gramilla mal cortada y un jazmín del Paraguay florecido en dos colores.
Junto al jazmín, mi abuelo canturrea por soleá en su silla baja. Más cerca de la puerta de la casa, en el sillón de caña está mi abuela. Tiene puesto un batoncito de piqué, el pelo húmedo aún, perfume de colonia y vestigios de talco en los pies con sandalias. Mira hacia la calle. Achica tanto los ojos que añade dos ramilletes de arrugas a las innumerables que ya surcan su cara. De pronto, eleva la espalda, apoya las manos en el sillón y afirma los pies como si estuviera a punto de pararse. Sonríe.
De derecha a izquierda por el centro de la calle, la camioneta Ford de mi tío Carlos disminuye la velocidad. Trae las ventanillas bajas. Un poco echado sobre el volante, mi tío levanta el brazo izquierdo, sonríe y grita: “¡chau, vieja!” Aumenta la velocidad. Y pasa.
Mi abuela regresa hacia el respaldo del sillón y, sonriente aún, dice bajito: “Ahí va mi Ca(r)los”. [1]




[1] En la voz de mi abuela andaluza, la “r” de Carlos es muda.



martes, 5 de junio de 2012

El tiempo y La Señora Dalloway



2012  

Una lectura de Entre el tiempo mortal y el tiempo monumental: “La señora Dalloway”, de Paul Ricoeur. (Tiempo y Narración - Configuración del tiempo en el relato de ficción).


En Tiempo y Narración, Paul Ricoeur hace un interesantísimo análisis de La Señora Dalloway, de V. Woolf en el que indaga, exclusivamente, la visión del mundo y la experiencia del tiempo que la configuración narrativa de la novela proyecta hacia el lector.
La trama de la novela, dice, es simple: se trata del relato de acontecimientos que suceden a lo largo de un mismo día de junio de 1923. La Primera Guerra ha finalizado hace pocos años. Clarissa Dalloway, una mujer de la alta sociedad londinense dará una recepción en su casa por la noche. Treinta años antes, ella estuvo a punto de casarse con Peter Walsh, un amigo de la infancia cuyo regreso de la India aguarda en esos días. Richard Dalloway, a quien ella prefirió finalmente, su marido, es un parlamentario importante aunque no brillante.
Hay un “segundo foco” que ilumina al joven Septimus Warren Simth, ex combatiente durante la guerra. Su locura lo conducirá al suicidio. 
Si bien Séptimus no pertenece al círculo de Clarissa, hay otro personaje, un célebre médico también invitado a la fiesta, que comunicará la noticia de su muerte en plena recepción.

Allí se cierra la trama, definitivamente simple.

La técnica narrativa, en cambio, es sutil y se configura a través de una serie de procedimientos que Ricoeur explica así:



  1. El “apilamiento progresivo” es el procedimiento que se detecta con mayor facilidad. Salvo el suicidio de Séptimus, los acontecimientos que jalonan la jornada son pequeños; a veces ínfimos. Están subrayados por el resonar de los golpes del Big Ben al dar las horas. Con este recurso el narrador no pretende ubicar al lector en el momento del día, sino iluminar parte de la experiencia viva que los personajes tienen de la temporalidad. Es decir, el apilamiento de sucesos marcados por los golpes del Big Ben configuran la experiencia del tiempo que cuenta la obra.
  2. A medida que el relato avanza con lo que sucede, retrocede o se retarda en acontecimientos que el recuerdo interpola entre los breves momentos de acción. El tiempo narrado progresa retardándose. El mundo de la acción cotidiana y el de la introspección -es decir, el de la interioridad de los personajes- se entretejen en destellos de recuerdos, suposiciones, conjeturas, secretos. Y esos pensamientos silenciosos amplifican e intensifican el tiempo narrado desde el interior. Virginia Woolf se congratula en su Diario del descubrimiento y la aplicación de esta técnica que describe como un proceso semejante al de excavar túneles bajo la conciencia de sus personajes y conectarlos de modo que una red de cavernas “venga a la luz en el momento presente”. Para un análisis más atento a la pintura de caracteres (de los personajes) que a la exploración del tiempo narrado, este recurso explicita la densidad psicológica de los personajes. Las suposiciones, las ideas sobre sí a las que se entrega cada uno son, muchas veces, discordantes. Es que ellos están tomados por una incesante búsqueda de sí mismos y, en ese sutil juego de identidades e identificaciones, el lector queda con las piezas sueltas. No se podría pensar de Séptimus que simplemente expresa el sinsentido, ni de Clarissa, que es definitivamente frívola. El siguiente procedimiento de la técnica narrativa es menos obvio.
  3. En principio, vale decir que el narrador logra, de parte del lector, la concesión de un “privilegio desorbitado”: no sólo el de conocer desde el interior los pensamientos de todos sus personajes sino, además, la posibilidad de pasar del flujo de una conciencia al de otra. Esto permite que, a partir de una unidad de lugar o de instante –el mismo parque, el mismo incidente (el paso del coche en el que posiblemente se desplaza el Príncipe de Gales)- se produzca la dispersión de los recuerdos de distintos personajes. El efecto de resonancia compensa las rupturas causadas por el salto de una conciencia a otra y dibuja pasarelas “entre temporalidades extrañas entre sí”.

Esta configuración narrativa lleva a que narrador y lector compartan una “gama de experiencias temporales”. El tiempo cronológico, público, el de las horas que da el Big Ben, el tiempo que es el mismo para todos.
Un tiempo que, sin embargo, no es sólo el de los relojes; es también el tiempo de la historia monumental: el tiempo histórico de la capital imperial (pensemos que “el tiempo del mundo” fija la hora cero en Greenwich), el de las figuras de la autoridad y el poder que incluye, por ejemplo, al eminente Dr. Bradshaw.
Pero además, la reiteración del golpe de las horas es uno de los “recursos que posee la ficción para seguir las sutiles variaciones entre el tiempo de la conciencia y el cronológico”. La hora es irrevocable para todos. No obstante, la hora no es igual para todos.

Refiriéndose a esta novela, escribe V. W. en su Diario: “Bosquejo aquí un estudio sobre la locura y el suicidio; el mundo visto por el cuerdo y visto por el loco están uno junto al otro…”
La creación de sentido proviene de la yuxtaposición de la experiencia del tiempo en Séptimus y en Clarissa. Y, sobre ésta, otras: la de Peter Walsh, la de Elizabeth, la de Rezia…
La experiencia del tiempo que se abre al lector de esta novela es una especie de red subterránea que enlaza personajes cuyos destinos y visiones del mundo aparecen yuxtapuestos. No se trata de la experiencia de Clarissa, ni la de Séptimus, ni la de Peter, sino de una especie de juego de ecos: la “resonancia de una experiencia solitaria en otra experiencia solitaria”.